Hace años que vivo de la enseñanza y cada año se repiten las mismas cosas con distintos protagonistas.
Por supuesto me refiero a los alumnos.
Cada año, al final de curso, se repiten las mismas escenas de nervios ante los exámenes finales. "¿Me aprobarás, profe?" es la pregunta del millón. La respuesta es siempre la misma "estudia y verás". Pero quién de ellos estudia si no lo han hecho a lo largo del curso. La ley del mínimo esfuerzo está a la orden del día.
Por nuestra parte, es decir, los profesores, a veces nos acomodamos a una forma de dar las clases muy impersonal y reiterativa. Rutinaria, más bien. Pensamos que las clases magistrales son las mejores para que nuestros alumnos aprendan y nos pasamos la sesión de clase habla que te habla con una voz monótona y durmiente irresistible para ellos. SE DUERMEN.
Claro, luego está el típico de turno que te exige que se lo vuelvas a explicar porque no se ha enterado de nada. Pero, cómo se van a enterar si no hablamos el mismo "idioma". Y comienza la dialéctica entre alumno y profesor que a cada paso se vuelve más y más tensa hasta llegar a un punto en que cada uno de los COMBATIENTES ya no sabe lo que dice ni por qué discute con el otro.
Y una pregunta vuela entre los educadores ¿vale la pena seguir? Rotundamente sí. Son más las satisfacciones que te produce educar y ver que al menos uno solo aprende porque te escucha y aprueba, que todos los fracasos juntos.
Si uno se acerca a ti un día, después de muchos años de haber terminado, y te dice: "me acuerdo de ti". Y te recita de memoria la primera declinación en latín, o te recita aquel poema que tanto le costó aprender y luego, después de haberte plantado un sonoro beso en la mejilla, te da las gracias por lo que le has enseñado... ¿no creéis que vale la pena?
20.7.06
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